![]() |
Guridi (http://guridi.blogspot.com.es/) |
La primera vez
que lo vi tiraba de una caja de cartón a la que le había amarrado una cuerda
interminable, cuyo extremo había hecho una hendidura en diagonal en su mano
izquierda.
Su cara era
inconfundible y coleccionaba ya unas cuantas cicatrices. Las había con formas
de eses junto a la ceja o con diminutas aspas debajo de la nariz, lo cual le
confería un aire de futuro canalla nada despreciable para moverse entre los
tipos más sucios del barrio y así un puñado de heridas más con su historia
correspondiente. Por ejemplo, de todas ellas, él solo recordaba esa primera
paleta partida.
Apenas sabía
hablar cuando su madre, que parecía muy enfadada, concentró todas sus miserias
en su pierna derecha que mediría unos ochenta centímetros más o menos, y que a
él le pareció la mismísima pierna de Gulliver cuando la estampó en su cabeza
sin saber por qué.
En sus pocos
años de peripecias nunca elegidas aprendió que ese aire de matón le sería
imprescindible para sobrevivir y que cualquier mirada inquietante acompañada de
una piedra en la mano podría hacer estremecer al más fuerte de ese barrio de
casas de latón, donde el frío apremiaba en duras noches de invierno.
Aquella tarde
Tito corría con su caja en zigzag por las calles del pueblo como si el mismísimo
diablo le pisara los talones. Eran malos tiempos para el hambre y en la
antesala de una guerra, todos apilaban sus enseres en despensas desvencijadas
que convertían en auténticos bunker blindados. Alguien, a hurtadillas, arrojó
desde una ventana un mendrugo de pan cuyos bordes formaban una especie de
vainica azulona de moho. Aún quedaba un alma piadosa que prefería cambiar la zahúrda
de los puercos por la boca ávida de Tito tras las rejas.
¡Al menos tendrá
algo que llevarse a la boca esta noche! Pareció pensar para sus adentros la
dueña de esa mano furtiva.
Tito cogió con
premura su regalo y se sentó a comerlo con ansia, sin atar como otras veces, su
cuerda a la anilla metálica que colgaba de la fachada donde solían aparcar los
mulos de carga tras un día duro de labranza. Andaba concentrado en juntar las
últimas migas de la acera, cuando alguien tiró con fuerza del cordel y la caja
voló por los aires.
Era Miguel, el
hijo del herrero, quien desde una esquina observaba maliciosamente la escena y
emitía carcajadas estrepitosas en medio de las calles de aquel diminuto pueblo
de apenas dos mil habitantes.
Con una furia que
pareciese acumulada durante siglos, Tito se levantó y torpemente intentó seguir
la dirección de su cuerda, no sin antes caer de bruces sobre los adoquines y
reventar sus labios hasta dejar un reguero de sangre calle abajo.
—¡Nazi, nazi de
miegda!
Era su última
adquisición en el reducido vocabulario de Tito. Probablemente había secuestrado
la palabra en cualquiera de los noticieros radiofónicos que no dejaban de
emitir esos días.
Miguel no cesaba
en sus risas alborotadas y acabó arrojando la cuerda huyendo por las callejuelas
que hacían perder su pista de forma audaz.
Recordé que todo
lo que sabía de Tito o gran parte de su historia fue gracias a la memoria de mi
abuelo que los domingos por la tarde, tenía a buen hacer, juntar a todos sus
nietos alrededor de la chimenea. Allí, boquiabiertos atendíamos a las
peripecias que con maestría entrañable y buen humor nos relataba sobre los
personajes del lugar.
Desde el
principio he de admitir que yo sentí cierta predilección por Tito.
Más de una vez
le vi trepar los árboles a la velocidad del rayo o su silueta desdibujada al
atardecer en lo alto de la colina, junto a la ermita, arrojando piedras a los
tejados de hojalata.
Muchos años
después me topé con él una noche de alcohol y partidas de póker, entre la
escarcha del sendero que unía su casa con la mía. Para entonces, Tito ya hacía
tiempo que había dejado en el camino y el olvido aquél aire amenazante que le
hubiera servido para vivir mejor.
Me retiraba con
unas copas demás y no sabía dilucidar si lo que había ante mi era real o
producto de la concentración etílica que llevaba soportando durante horas.
El cuerpo del
muchacho que doblaba mi edad se encontraba encogido en posición fetal al lado
del esqueleto de un gato junto a la acequia. Sus pies estaban descalzos y todo
él me pareció un lamento emitiendo un tenue quejido de dolor indescifrable. Acerqué
mi mano a su nariz, a pesar de mi dudoso equilibrio, para comprobar que aún
respiraba. Coloqué su brazo en mi hombro, hasta arrastrarlo al primer cobertizo
más cercano.
Abrió sus ojos
tímidamente y guarecido del frío bajo mi chaqueta de lana, Tito esbozó una
mueca vaga y de agradecimiento parecida a una sonrisa. No era la única vez que
el muchacho compartía noches enteras con animales vivos o muertos, ni para mi,
que a partir de entonces, me convertí en su fiel y protector amigo mientras
disfrutaba de mis estancias vacacionales.
Fue justo uno de
esos días de aquel verano que tocaba a su fin cuando echaba unas copas con mis
amigos en el bar del pueblo. Había allí una pequeña radio y sonaba una canción
popular que tarareábamos machaconamente en la universidad. De pronto se
interrumpió la canción y una voz anunció casi de forma gloriosa que la 2ª
guerra mundial acababa de estallar.
Un silencioso
rumor negro se extendió por instantes en el bar. De inmediato, todos los que
estaban allí salieron en estampida. Tal vez porque más de uno de los presentes
esperaba ese momento para alistarse sin demora y demostrar su amor patrio.
En medio de ese
trasiego y algarabía la puerta del bar se abrió de forma brusca y como de la
nada, apareció la figura de Tito tirando de su caja de cartón y vociferando a
los cuatro vientos:
—¡Nazis, nazis,
nazis de miegda!
Poniendo
especial énfasis en la erre gutural de la última palabra que guardaba todo la
impotencia del mundo.
En su cara
brillaba el espanto y de algún rincón de sus harapos sucios manaba la sangre a
borbotones.
Cayó sobre mi mesa
con un golpe seco y buscó mis ojos con clemencia casi sin saberlo.
Y entonces pedí
otra ronda para celebrar que al fin la guerra de Tito había terminado.
Conmoverdor, evocador, precioso. Felicidades por tu sensibilidad y tu capacidad de transmitirla :)
ResponderEliminarMagnífico relato que denota una gran sensibilidad y capacidad. Me ha encantado.
ResponderEliminar