Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: Arthur y el desarreglo de mis sentidos, Isabel Pérez

Arthur y el desarreglo de mis sentidos, Isabel Pérez


Escribir el ensayo de esta semana estaba resultando más árido de lo habitual. “Venga, cuéntanos, ¿cómo suelen ser los escritores?”, y yo qué porras sé. A los que conozco personalmente los cuento con los dedos de las manos (y sobran dedos), cada uno de su madre y de su padre. Sacar rasgos comunes y extrapolarlos a los millones de almas que han cogido una pluma con ánimo creador es hablar por hablar, y por mucho que se me dé de muerte, no acababa de convencerme. Después de varias horas tecleando sin dirección definida, tratando de sacar ideas de donde no las había, decidí que estaba lo bastante cansada como para dejarlo para otro día. Alguien había llamado no mucho antes para intentar sacarme a rastras del enclaustramiento voluntario, así que ¿por qué no? Estaba cansada de pensar y necesitaba acciones mecánicas: vestirme, darme dos brochazos de barniz, abrir la puerta, cerrar con llave al salir.
La ciudad, de noche, en otoño, tras la lluvia, es fría y translúcida. El aire está tan limpio que expande nuestra visión panorámica, hace reverberar el repiqueteo irregular de nuestros tacones sobre los adoquines, nos arrolla al saltar de local en local. En cada estación se nos va embotando la percepción progresivamente, cayendo los sentidos como fichas de dominó. Primero, el gusto se atrofia y ni a mí, ni a mis compañeras del gremio de los  embudos con falda, nos empiezan a decir nada los matices del sabor a antiséptico. El sonido se diluye y cualquier ritmo se acompasa con el latir de la sangre en nuestros oídos; las imágenes peregrinan tan vívidas que simplemente no somos capaces de asirlas. La masa informe de seres humanos deshidratándose a nuestro alrededor se vuelve inodora, e insípida. Su conciencia entumecida también afloja la mordaza de sus instintos, pero nada nos molesta y muy poco nos importa.
Hay una franja de tiempo, entre la hora en la que deja de ser prudente pasear dando tumbos y la hora en la que sale el primer autobús, en que las calles fuera del centro neurálgico están prácticamente vacías. La lluvia ha borrado a todos los valientes, hace el frío justo para intimidar a los intrusos y para recordarnos que una retirada a tiempo es una victoria. La parada de taxis está desierta pero yo no tengo demasiada prisa: me despiden con más risas y tres manchas de carmín en cada mejilla; y mientras se alejan las tres figuras tambaleantes se va diluyendo su cháchara y el estruendo de sus botas cortas en el zumbido del silencio relativo. Me siento cerca del poste, en un sitio relativamente seco, sobre la pared (mantenerse en vertical es un riesgo sensoperceptivo que no estoy dispuesta a asumir), con la mirada perdida en el lateral semidesnudo de la catedral. No debería de tener que esperar mucho.
Un soportal está llorando sobre un charco cada cinco segundos. Si yo fuera una bacteria nadando en el agua cada gota provocaría un maremoto apocalíptico. Acerco el paraguas en miniatura completamente extendido y lo arrastro sobre el cemento inundado, sin motivación ninguna más que mantener las manos ocupadas. Empecé a escribir mi nombre con caminos de agua, mientras me preguntaba si eso contaba realmente como “escribir” (en el gran, augusto e insondable sentido de la palabra). Si fuese un paramecio, iría nadando con mis diminutas patitas y remos por los canales recién creados, como fiordos excavados por siglos de hielo y piedra, y me preguntaría de dónde habrían salido. ¡Maravíllate, primitiva criatura, del verbo y su poder creador! Me asombré por un momento de mi propia divinidad, pero al hiperextender el cuello y cerrar los ojos se me pasó enseguida. Al abrirlos no hubo cielo, sólo esa luz onírica de las farolas me pone de los nervios y que forma libélulas de chispas al entrecerrarlos. No está ayudando a mantenerme despierta, ni la luz ni mi sangre tóxica. Al respirar te llevas toda la lucidez en cada bocanada: aspiras más nitidez que oxígeno, hasta que se agota. Miré hacia abajo, y mi nombre en agua se había desbordado.  
No sé cómo tardé tanto en fijarme en la figura que estaba esperando a pocos metros a mi izquierda, a cubierto. Como un resorte me estiré la falda y me incorporé en una postura no mucho más digna, aunque aquel individuo pareció no percatarse. Haciendo un vago examen visual, parecía un chico poco más joven que yo, con el pelo rubio, desordenado. Miraba fijamente hacia delante ofreciéndome un perfil marfileño decididamente guiri,  haciendo caso omiso de mi presencia. Bueno, eso no tiene nada de extraño. Lo que verdaderamente llamaba la atención eran que iba vestido como un dandy decimonónico un tanto descuidado: traje de chaqueta oscuro, pañuelo borgoña al cuello, bastón inquieto en una mano y la otra en un bolsillo. Vamos, un personaje. O tenía tal jet lag que se había adelantado dos semanas a Hallowe’en o era otro pequeño aspirante a esteta, teatral hasta la náusea, de los que abundan cuando se pone el sol si sabes dónde buscar. Sea lo que sea, está bien conseguido. Normalmente no pasaría mucho tiempo observando a un desconocido, pero en ese momento me daba un poco igual. La siguiente farola estaba demasiado lejos, y los contornos se volvían momentáneamente definidos para luego difuminarse otra vez… no, espera, creo que soy yo y mis ojos empañados. Haciendo un esfuerzo se adivinaba bajo su ojo visible una sombra enfermiza, de  melancolía añeja; y los labios apretados disimulando… ¿eso es una media sonrisa? De diario, eso me habría devuelto un poco del decoro y habría apartado la vista, pero no era el caso, así que aguanté unas décimas de segundo mientras exalaba una bocanada de aliento blanquecino.
—“Exhalar” lleva h —habló sin girar la cabeza, sin casi mover los labios, con un ligerísimo acento difícil de ubicar por lo leve (una “e” un tanto ambigua, una “r” más gutural de lo usual), pero que distrajo a mi cerebro un momento antes de procesar lo que acababa de oír.
—... ¿Disculpa?
El desconocido se volvió hacia mí. No tendría más de 18, la mirada acuosa, seria, pero con la boca en tensión por la sonrisa contenida.
—Sé que lo sabes, pero eso no te va a servir de excusa.
Apoyé la espalda sobre la pared y me di cuenta de que tenía frío. Eso está bien, me ayuda a despejar el recorrido de las ideas. Aquel chico seguía mirándome, con toda la calma del mundo, esperando una respuesta. Aquel rostro imberbe me empezó a parecer vagamente familiar. Intenté recordar, pero la mitad de mis caminos neuronales estaban cortados por obras.
—¿Te conozco de algo? —pregunté, cuando finalmente me di por vencida.
Me regaló una franca sonrisa y se acercó con deliberada lentitud, hasta apoyarse sobre el Volkswagen negro aparcado frente a mí.
—Sí —dijo finalmente, mirando hacia abajo mientras daba golpecitos al suelo con su bastón. Luego levantó la vista—, se podría decir que tú me conoces a mí.
—Pues…lo siento, ahora mismo no le recuerdo.
¿De dónde porras había salido ese chaval? No es que yo sea muy dada a entablar conversación con desconocidos, pero aunque era un individuo curioso no dejaba de parecer… inofensivo.
Él chico ladeó un poco la cabeza, y algunos mechones rubios cayeron desordenadamente uno sobre otro en su hombro.
—No es que me extrañe, aunque de eso tampoco hace tanto tiempo. La verdad es que no hemos tratado demasiado desde entonces.
—¿Quién eres? —era demasiado tarde y estaba demasiado cansada para tanto secretismo y tanto jueguecito. Pero él se limitó a sonreír.
—Es una buena pregunta. Quién, qué o cómo soy, ¡como si todo eso formara un bloque único, fosilizado y estático, que me perteneciera por derecho propio y obedeciera a mi naturaleza, a mi voluntad y a mis actos! No, señorita. Si quiere una respuesta rápida: «Je est un autre». “Yo es otro”.
—Eso es de… —sabía que había escuchado eso antes en algún lugar.
—De monsieur Rimbaud, para servirle —hizo un ademán de reverencia mientras se quitaba un sombrero inexistente—. Y siento repetirme tanto, pero me imaginé que reconocerías antes un conjunto de palabras que un conjunto de rasgos.
Todo aquel teatro estaba resultando bastante extraño, pero todavía más divertido. Miré un momento hacia el final de la calle: ni rastro del taxi que estaba esperando. Así que, ¿por qué no seguir el juego?
—Oh, Arthur, eres tú. No te había reconocido, has crecido tanto y te ha cambiado tanto la voz, muchacho… —comenté con la voz más afectada que pude y con una sonrisa social de oreja a oreja.
—No estoy bromeando —no, no tenía cara de estar bromeando. Más bien parecía empezar a impacientarse—. Y no eres la más indicada para tratarme como a un niño. Ya sé que no me has escuchado nunca, pero sí que me has leído y eso es suficiente…de momento.
Busqué en su cara algún mínimo signo de chanza, pero no lo encontré. Sus ojos claros realmente no tenían nada de amenazante, pero se clavaban detrás de los míos. No sabía quién o qué era ese personaje, pero no iba a quedarme allí para averiguar hasta dónde llegaba el delirio de grandeza.
—Bien, pues —titubeé mientras hacía por levantarme, no sin dificultad— me temo que tendrá que quedarse en eso porque se me está haciendo tarde y tengo que…
—No, no tienes que —interrumpió con un tono neutro que no acabó de tranquilizarme, pero que me hizo congelar el movimiento de verticalización—. Y si soy yo lo que te incomoda, que lo soy, no deberías preocuparte. No puedo ni quiero hacerte daño, sólo he venido a hablar —alzó una ceja rubia casi inexistente—. Aunque pudiera, ni siquiera pensaba tocarte.
Quedó en silencio mientras yo volvía a dejar los huesos sobre la acera. Lentamente, sin movimientos bruscos. Lo más angustioso de todo es que mi cabeza empezaba a funcionar y ya había ubicado mentalmente su cara. Detrás del dèja vu se escondía una desgastada fotografía en blanco y negro, la misma mirada perdida, el mismo mohín de niño hastiado, la misma redondez infantil de las facciones.
 La sombra de su nariz sobre la mitad de su cara, con el aura casi sobrenatural de la luz artificial, los rasgos difuminados contra el perfil de la catedral… terminaron por inquietarme del todo.
—… ¿Qué… —quería parecer tranquila, manejar la situación, pero ni siquiera sabía qué quería preguntar. O si quería una respuesta.
—Ya lo he dicho antes —suspiró con impaciencia, antes de que se me ocurriera algo más—. Pero si te ayuda a tranquilizarte, digamos… digamos que no lo soy. Que soy  algo que se le parece bastante, pero que no es —debió de notar la confusión de mi cara, porque suavizó el tono— Chérie, deberías saberlo mejor que yo.
Estuve unos segundos en silencio, observando con toda la calma y diligencia que era físicamente capaz (no demasiada). O se trataba de una broma pesada y absurda, o… Tal vez fuera la sugestión, pero ahora que lo había dicho sus facciones encajaban a la perfección a mi imagen mental construida hacía ya bastante tiempo…encajaban demasiado bien, de hecho. Parecían más bien la misma imagen, una copia dentro de mi cabeza y la otra… la otra fuera.
—¿Eres una alucinación?
Sonó ridículo en medio del silencio. Sin embargo, aquel joven pareció tomarse en serio la pregunta, echó la cabeza hacia atrás un momento y soltó un suspiro casi imperceptible.
—Es una posibilidad, sí. Pero la experta en nosología de las alteraciones sensoperceptivas eres tú —apuntó con cierto retintín burlón—. Yo… digamos que tengo otro enfoque, ya sabes. «Le poète se fait voyant par un long, immense et raisonné dérèglement de tous les sens» “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos” —y diciendo esto, sacó de su bolsillo una copa de cristal llena de un líquido verde brillante, y me la ofreció.
—No, gracias. Ya estoy servida
Soltó una carcajada ruidosa, como si hubiera dicho algo verdaderamente gracioso.
—Si tú lo dices, tendré que creerte. Pero dudo que estemos hablando de lo mismo —siguió riendo, antes de llevarse el borde de cristal a los labios y apurar la copa entera. Luego la devolvió a su bolsillo, aunque  hubiera jurado que era físicamente imposible meterla en un espacio tan pequeño.
Pero lo que más me sorprendía era lo tranquila que estaba ahora. Tal vez al día siguiente todo resultara haber sido un sueño, no mucho más extravagante que cualquiera de los sueños estándares míos. O quizá me convulsionara la idea de haber tenido una crisis alucinatoria tan compleja. Pero en ese momento, ante las otras opciones (estar en una calle desierta charlando con un megalomaníaco descompensado, o con el espectro de alguien muerto hacía un siglo), sonaba bastante tranquilizador. Relajé un poco los hombros y me apoyé totalmente sobre la pared. Lo cierto es que empezaba a sentir esa indolencia casi anestésica que mezcla sueño con concentraciones decrecientes de etanol, y que lo que verdaderamente tenía era curiosidad insana.
—Bueno, ¿y qué haces aquí?
—Necesitabas un sustrato, ¿no? ¿Cómo era eso? Sustentar tus ideas con las ideas de otro alguien que las hubiera escrito antes. Digamos pues que yo soy la respuesta, un modelo a imitar…. Aunque también puede que esté aquí para que desempolves ese ridículo francés tuyo —me guiñó un ojo y esta vez tuve que reírme yo. Maldito crío—. Podría haber venido otro fulano lo bastante encumbrado como para servir de ejemplo, luego, pero se ve que ésta es una situación idónea para que yo entre en escena. O al menos, lo más idónea posible tratándose de ti. No me mires así —me estaba empezando a cansar de aquel tono de condescendencia—.  Te habría gustado seguir mis pasos como dios manda, no lo niegues, petite bohème de postal.
—Llegas un poco tarde, ya soy mayorcita para eso. No tengo 17 años —solté casi sin pensar, y con toda la madurez y buen juicio que me proporcionaba mi puñado de años de más.
—Yo sí los tengo —replicó secamente—. Y nunca me habrás visto usarlos como excusa.
—…cierto. Lo siento.
—No lo sientes, mentirosilla —espetó, aunque enseguida su rostro volvió a tener esa expresión paternalista que casi me ponía de los nervios—. No es un reproche. «Le poète est vraiment voleur de feu», un “ladrón de fuego”. Pero tú... tú tal vez seas algo más que poeta y puedas hacer incluso más.
—Con llegar a ser sólo eso me podría dar con un canto en los dientes.
—No te lo crees ni tú. Pero tendrás que mentir bastante mejor que eso. Imagínate, ¡ponerle color, sonido, textura a lo que nunca ha existido! ¡Darle voz a quienes aún no han nacido! O peor aún —sus ojos chisporrotearon en ironía— coger de bajo los brazos a quienes sí nacieron, dejarlos caer sobre otro mundo y darles un guión, llenarles la boca con palabras que jamás dijeron.
—… ¿Va con segundas?
—Puede —inclinó el cuerpo hasta que su nariz quedó apenas a dos cuartas de la mía, con los ojos entrecerrados mitad desafío mitad juego de niños. Parecía completamente corpóreo, pero el aire que salía de su boca estaba frío— Hacerme aparecer, y retenerme aquí… hay quien casi lo catalogaría de blasfemia.
—¿Cómo que “hacerme aparecer y retenerme aquí”? ¡Has venido tú solito!
Le aguanté la mirada durante un puñado de segundos, sin parpadear.  Al final, fue él quien se tuvo que retirar para volverse a apoyar sobre la ventanilla del coche. Eché la cabeza hacia atrás, triunfante, aunque sabía que no había sido una victoria ni mucho menos.
—No, chérie, no he “venido yo”. Estoy aquí porque tú me has convocado. Y como cualquier otra cosa que haya salido de tu cabecita, ahora soy tu responsabilidad. No puedes lavarte las manos tan fácilmente: si no puedes asumirla, ya sabes lo que tienes que hacer.
“Sí, largarme de aquí antes de que acabe loca del todo” pensé mientras buscaba con la mirada un taxi que no aparecía.
—¿Loca? No tendría por qué ser un problema —dijo lentamente, bajando el tono—. De hecho, podría ser una ventaja. Una visión privilegiada —abrí la boca para protestar pero me calló con un simple ademán de su mano blanca—. Sí, lo sé, no es algo con lo que frivolizar. Pero si hay algo que necesitas, que necesitamos, es una sensibilidad y entereza excepcionales. Tú tampoco estás por encima del sufrimiento, real o fingido, innato o precipitado… tienes que atravesarlo, y dejar que las llamas te consuman hasta la médula, pero no como un medio para renacer luego, sino por la mera transmutación a ceniza.
—Deja de leerme el pensamiento, es muy incómodo.
Su cara se iluminó, como si esperara el comentario desde hacía tiempo
—No “te leo el pensamiento”. Más bien diría que estamos en sintonía, y que me llega la elaboración que vas haciendo de tus sentidos y tu psique… siempre y cuando esté en un lenguaje que pueda entender —se quedó pensativo un momento, luego sonrió y continuó—. Tu también podrías “leer” mi mente, con la actitud adecuada. No “leerme”, qué demonios. Más bien “pensarme”. Yo realmente no pienso, ya sabes : «C'est faux dire ‘Je pense’, on devrait dire...
…’on me pense’». “Alguien me piensa”. Sí, ya lo sabía… pero no sé si me veo capaz y con derecho a hacerlo.
Una bocanada de aire dobló la esquina e hizo un vórtice de las hojas muertas en la acera que se habían secado lo suficiente como para dejarse llevar. Luego subió como una enredadera desde sus zapatos desgastados hasta su expresión hierática de Gioconda esculpida en cera viva.
Tu me penses. Literalmente.
Y justo allí, sólo un paso más allá de la frontera con lo figurado, esas cuatro palabras me atravesaron. Tal cual. Dejaron mi silueta dibujada sobre la pared a mi espalda,  interpuesta entre el relámpago y el papel fotográfico, y se escribieron mediante perforaciones de mis órganos. Saliendo de mi cuerpo y mirando hacia atrás, pude verlas: trazo a trazo, el punto final y el maremágnum de colores, texturas y formas, sonidos y olores orbitando alrededor de ellas (¿era eso de lo que él hablaba, de la consonancia de frecuencias?). Acerqué una mano para tocarlas, pero se escurrieron por la yema de mis dedos como un pez resbaladizo.
Al parpadear ya no estaban. Sólo aquel chico, saturnino y con ojeras, y yo. Sacó de su bolsillo un reloj, y extendiendo la cadena plateada, y lo consultó con calma.
—No le des más importancia de la que tiene —musitó mientras volvía a guardarlo y giraba la cabeza hacia el final de la calle. Al zumbido de un motor de combustión que se aproximaba—. Se ha hecho demasiado tarde. Espero haberte sido de ayuda para aclararte las ideas… o al menos, haberlas enredado de manera productiva. «La vieillerie poétique avait une bonne part dans mon alchimie du verbe» —fue diciendo mientras se incorporaba y se dirigía la bocacalle, dándome la espalda—. Sólo que ahora yo soy la antigualla poética. Y la alquimia del verbo, es la tuya: ya tienes los elementos, así que dale uso.
Mientras iba hablando, sus palabras me bombardeaban en la cabeza. De alguna manera su imagen íntegra se disolvía en el sonido para desplegarse detrás de mis ojos, hasta la última coma. De pronto todo encajaba.
No iba a dejar que se fuera diciendo la última palabra, así que llené el cargador y disparé mi último cartucho:
—¿Siempre entrecomillas tus propias citas?
 Paró en seco y giró la cabeza. Unos pocos grados. Sólo lo suficiente para mirarme de reojo y regalarme un cuarto de sonrisa.
—Nunca lo he hecho, pero a ti, señorita… más te vale hacerlo.
Antes de que el aura de los faros del taxi llegara a rozarme los tacones, él apoyó el bastón sobre su hombro como un soldado prusiano, recorrió sin prisa el adoquinado, dobló la esquina, y desapareció.
Me levanté como pude con las piernas entumecidas, abrí la puerta a tientas y me senté en la desgastada tapicería. Musité un “buenas noches” y mi dirección, a lo que la cabeza en el asiento delantero se limitó a asentir y ponerse en camino. Al recorrer la calle y cruzar la perpendicular, miré hacia donde aquel chico se había ido. Ni un alma en toda la avenida.
¿Y qué se supone que tengo que hacer tras una vivencia como esta?
—Disculpe —dije al final, apoyando los antebrazos sobre el respaldo delantero—, ¿tiene un bolígrafo?

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