En el tren
El vaivén del tren me adormece mientras escucho el dulce y arrastrado susurro de la “ll” de los tres viajantes portugueses. Han subido hace poco, sin hacer mucho ruido y ahora resuenan como una música exótica y, a su vez, cercana. Sueños de paisajes no vistos se cruzan con éste que, tras la ventana, se escapa siempre de mí. Casas aisladas, alpendes en ruinas, tierra amarilla, árida, rastrillada, olivos plateados al sol. Hacia atrás van, diciéndome adiós.
Acabo de dejar al protagonista del libro que estoy leyendo en plena ascensión escarpada a su sanatorio. Presiento que algo le va a ocurrir, pero él todavía no lo sabe. Como yo tampoco sé que será de mí, aunque mi billete de tren ya esté cerrado: ida y vuelta. En mi mesita desplegable, compongo mi escritorio privado. Es extraño, es como viajar en un hotel donde todos somos desconocidos, pero en el cuál, nadie está solo. Cada vez que viajo en tren me envuelve la sensación de haber ingresado en una dimensión múltiple, en una gran metáfora del tiempo, de la vida. Intento trasladar estas sensaciones a mi libreta de bolsillo. Pero siempre se me escapa algo, y ese algo es lo que me empuja a escribir. He comprado la libreta a toda prisa, en la estación, porque se me olvidó guardar la que siempre suelo llevar en el bolso. Suelo buscar la más pequeña posible para poderla llevar siempre conmigo, como mi disco extraíble ya casi anacrónico. Prefiero la página en blanco, pero ésta vez, me han vendido una libreta cuadriculada, como de colegiala.
Sobre mi bandeja-mesa descansa La montaña mágica, de Thomas Mann. Uff. Sí. Todo el mundo emite un Uff cuando le digo que lo estoy leyendo. Es como si se quitaran un gran peso de encima. Algo que no entiendo muy bien. Después de todo, soy yo quien lo va a leer y disfrutar. Ya sé. Es un libro extenso, pero la gente lee sagas enteras de una primera parte y nadie dice Uff.
La verdad es que dudé si llevármelo o no de viaje. No es muy apropiado por su peso. Pero, con sus artimañas el autor me convenció. Hans Castorp, su protagonista, me había envuelto en una sugerente subida en tren hacia un lugar desconocido. Un paisaje de montaña, de garras heladas, de abetos frondosos entre islas de roca. Por otro lado, en la portada del libro, la fotografía de una tumbona de madera sobre un fondo amarillento invitaba a soñar. Soñar con lo que uno haría si hace lo único que se debe hacer en una tumbona: soñar. Soñar con la vida que está por venir.
Desde mi ventana del tren, el paisaje que está por venir, llega a tal velocidad que ya se ha ido, y sin embargo, siempre ha estado ahí. Me fascinan los cobertizos, los establos como improvisados, hechos de tablones metálicos y de madera, los torreones semiderruidos, las fábricas desoladas en medio de ese mundo rural proyectado como una película sobre mi ventana de alta velocidad. Anoto a toda prisa, para que no se me escape lo que quería decir. Ideas, reflexiones, posibles desarrollos o finales para un relato, frases sueltas de algún libro,… Es mi cuaderno de combate. A veces, hago dibujos o esquemas. Me ayudan a entender algún tema sobre el que escribo o quiero escribir. Me permito el lujo de deformar mi letra hasta lo ilegible. Garabateo: “Viajar en tren tiene algo de mágico, de aventura. De tiempo fugitivo y recuperado, como un paréntesis. Me invade la sensación de vivir en tiempos y espacios paralelos y simultáneos, híbridos, indisolubles e inconsolablemente distantes. Tiempos y espacios que convergen y se separan para volverse a encontrar en éste único punto matemático: mi voz”.
Un niño corretea por el pasillo del tren. ―Está aprendiendo a andar― Me ha dicho su madre sonriéndome. Lo alcanza y se le vuelve a escapar. Ríen los dos. Ella se agacha y lo retiene. Su pelo lacio cae sobre el del niño, muy rizado. Rubios los dos. Me llega la voz altisonante de alguien anónimo, desde un asiento delantero, hablando por el móvil. Llegará a Madrid hacia las siete y ya allí Luis lo estará esperando. No. Todavía no le ha dicho nada sobre el asunto de la cena. Bueno, ya se verá. No. Vale. Es así y punto.
En mi bandeja, el café da vueltas sobre sí mismo en un vaso de plástico, frágil y blanco. Leo un rato, pero la entrada en un túnel me interrumpe. En el reflejo del cristal asoma la imagen de mi compañero de viaje, justo del asiento delantero, tan silencioso que sólo ahora sé que existe. Teclea sobre un pequeño ordenador portátil. La pantalla resplandece un instante. Su perfil se esfuma. Vuelve la luz. Atardece. Pronto llegaremos a Atocha.
Notas en un café
No es muy habitual que yo escriba en una cafetería porque así lo haya decidido, pero en algunas ocasiones, mientras espero a alguien y me encuentro sola, me precipito sobre el cuaderno. Rebusco en el bolso un bolígrafo, que casi siempre se resiste a aparecer, perdido entre las llaves, las gafas, la cartera. Camino de la cafetería, el espectáculo de la calle es tan variopinto, tan luminoso, que me arrepiento de no haber hecho ni una sola fotografía. Y ahora, al ponerme a escribir es como si ya se me hubiese ido ese instante poderoso captado o perdido para siempre cuando uno se empeña en fotografiar algo, como si uno pudiera forzar a la máquina a retener lo que ya ha visto. No hay nada literal. Sólo puedo valerme de mi observatorio particular. Mi memoria.
Es un día de septiembre, por la mañana. El calor es soportable y el aire no es demasiado húmedo. Por la calle me cruzo con gente en bicicleta, paseantes con distintos acentos e indumentaria que admiran iglesias, balcones, rincones de la ciudad y a otros paseantes. Hay cierto ambiente festivo y un acompasado bullicio general. El tranvía serpentea por la calle. La gente se aparta tranquilamente, acostumbrada a su ir y venir. Un mimo esboza una sonrisa desde su pedestal, todo de blanco, petrificado desde la última moneda depositada en su caja de cartón. Me paro un rato a escuchar a un violinista vestido como de orquesta, delante del escaparate de una zapatería. Una melodía envolvente y melancólica contrasta con el ajetreo de la gente que entra y sale con bolsas de las tiendas. Me voy alejando, pero la música viene conmigo hasta que dejo de oírla. Atravieso por una callejuela. Agradezco la sombra y llego a la cafetería.
Pequeña, con unas cuantas mesitas en el exterior, da a una placita escondida entre muros altos. Es un rincón romántico. Uno podría imaginarse a Bécquer rimando en el banco adornado por la enredadera, entre dos columnas desconchadas. En el recóndito silencio de la plaza un pájaro canta solitario y la risa de unos niños levanta el vuelo. La mesa es de hierro forjado, sus patas se retuercen en espiral. Sobre su cristal esmerilado trazo las notas de aquella melodía. Aún permanece, como una banda sonora imperceptible. Quizás haya estado componiendo, silenciosamente, mi ánimo. Por eso tacho, escribo, subrayo, insisto en alumbrar las frases de un pentagrama esquivo. Señalo con una flecha, una llamada de atención, un asterisco al que volveré más tarde. Ahora me divierto observando a un chaval empeñado en hacer equilibrios sobre su patinete, que sale disparado y choca contra el banco donde Bécquer podría haber escrito una de sus leyendas.
En mi sillón
Ahora sí que me dispongo a escribir. Después del café, me entierro tras una muralla de libros, con sus puentes, fosos, dragones, arqueros lanzando flechas al aire para traer las palabras y clavarlas en el ordenador, oteadores del enemigo tofu, y un puente levadizo, todo un despliegue para mi juego preferido. He montado ya mi campamento, siempre más libros de los que después me da tiempo a abrir. Pero los necesito a todos. Unos me acompañan invariablemente, otros son un romance temporal y otro capricho de miradas furtivas. Un diccionario de sinónimos, otro ideológico, de María Moliner, a veces, uno muy antiguo de Casares y otro de dudas lingüísticas. Una Antología del cuento Norteamericano, seleccionado por Richard Ford, Castilla, de Azorín, La selva del lenguaje, de J. Antonio Marina, Cuentos Completos, volumen I, de Cortázar, unos fascículos sobre El oficio de escribir, El arte de la ficción de Jhon Gadner,… Todos los días me propongo no rodearme de tantos libros, porque a veces me abruma, me disperso, pero en otras ocasiones me siento rodeada de buenos amigos. Unas veces charlamos y otras me hacen compañía en silencio. A veces, abro un libro por cualquier página, al azar y ahí está la frase, la expresión, la explicación que buscaba. Como quien abre la Biblia y cree que ésta le indica su destino. En mi caso es al revés, no el destino, el azar marca mi escritura. Soy como una esponja y todo me sirve, son consejos de maestros. No es puro azar. Es mi estado de ánimo mi mejor pluma, mi mejor escritorio, mi cuaderno mejor escogido. Un estado de ánimo que no sabría precisar, pero sé reconocerlo.
Sobre mi mesa portátil, tengo siempre a mano un pequeño cuaderno, codiciado por mis sobrinos y vigilado por mí. Les encanta por lo diminuto que es y porque está lleno de palabras sueltas, con tinta de distintos colores. Su portada es un dibujo de líneas negras, moradas y amarillas, hechas con aerógrafo. En su interior he atesorado, lentamente, vocablos que no conozco, que no utilizo o en desuso: traíñas, pusillo, rebuño, zarramplín… Lo custodio en el cajón de mi mesita de noche.
Mi otro cuaderno, mayor en escala, pero aún pequeño, es el de mis frases preferidas. De pasta dura, un cartón marrón con labrado oscuro y relieve en oro imita un libro antiguo, barroco, con su cinta roja separadora. Entre las frases más memorables recogidas, ésta: “La explicación más imposible es la más probable”, de Ockham.
A mayor escala, incluso interplanetaria, el ordenador portátil, donde escribo los relatos y las propuestas del Taller de Escritura. Trabajo un texto, lo grabo, lo imprimo, lo releo, lo corrijo y lo abandono unos días. Le cojo manía, se lo doy a leer o envío a mi pequeño círculo de lectores, pidiéndoles su crítica. Apunto sus sugerencias, lo modifico y lo vuelvo a guardar.
En mi cuarto de estudio
Sobre la mesa, un cuaderno con possits y pegatinas, señaladores para marcar las páginas, una girafa abrecartas, postales -una de Fuerteventura y otra de Dubrovnic-, recordatorios con chinchetas sobre un panel de corcho, cajas de clics, dos atriles: uno de madera y otro metálico, separadores de libros: en uno, una niña vestida de blanco asoma entre olas azules, fragmento de una pintura de Sorolla, en otro los cuentos de mi tío Cheía, otro es un sol metálico. Compraría papelerías enteras.
Regados por la cama: carpetas, edificios de libros en delicado equilibrio, cajas. Una bola del mundo. Detrás, una librería. Un enorme pañuelo de pared, con un elefante y motivos hindús. Junto a la ventana, un dibujo a lápiz de una sirena. Tengo que decir que estoy de mudanza. Aunque ese aire de provisionalidad siempre me ha gustado. Sólo yo sé dónde está cada cosa y oscilo entre el orden y el desorden. En su nuevo destino, voy colocándolo todo cuidadosamente
Mi cuaderno con fechas, mi diario, con pluma, a otra velocidad. Sus hojas satinadas me invitan a confesarme. En él me riño. Corrijo mi conducta, me hago promesas, ironizo, me río de mí misma, improviso sueños, recojo anécdotas cotidianas o me hago la trágica. En fin, dirijo mi propia orquesta. A veces, soy un melancólico solista en la noche, otras un alocado trompetista de jazz. La tinta, a través de mi mano, fluye como sangre negra. Es una escritura más fisiológica, lenta o frenética, acompasada a mí a través de los años. Escribí un breve relato, cuyo título sugerido por un profesor era: “Memorias de una pluma estilográfica”, y en él expresaba esta idea.
En mi cama, un rato antes de dormir
Sobre la mesita de noche, Jaime Gil de Biedma me ilustra, me llama desde sus poesías y su diario. En un cajón, acuesto a mi cuaderno de palabras otra vez. A veces, me sorprendo a mí misma corrigiendo mentalmente algún párrafo. O me asalta una idea y la apunto rápidamente en mi libreta. Otras, debo confesar que, medio dormida tecleo con la uña en el minúsculo bloc de notas de mi móvil. Y por fin, el sueño tejerá las ficciones más perfectas.
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