Había resultado curioso e inesperado, como la mayoría de los descubrimientos. La doctora Sarah Rowland, de la Universidad de Berkeley, ni siquiera habría podido imaginar que su investigación con chimpancés podría llevarle a un descubrimiento que afectara la percepción sensorial de toda la humanidad. Y todo, gracias a un ejercicio simple de memoria.
La prueba propuesta a los animales, un grupo de tres hembras y tres machos de cuatro años de edad, consistía en asociar los colores con la comida. Se habían escogido cinco colores: rojo, azul, amarillo, verde y negro, con fotos de elementos reales (se habían escogido paisajes fácilmente identificables para los chimpancés: una flor roja, un cielo azul despejado, el sol amarillo, un bosque verde y frondoso, y una noche negra y estrellada). Cada chimpancé había sido aislado en una habitación circular, en cuyo centro existía una caja con tapa sobre la que se disponía una de las fotografías, y que contenía un plátano. Alrededor, pegadas a la pared equidistantes entre sí, cinco cajas, cada una identificada con un color. Cada día la fotografía de la caja central se iba cambiando. Un plátano adicional se introducía en la caja del color asociado a la fotografía de la caja central. Por ejemplo, si se usaba la fotografía de la flor roja, se introducía otra pieza de fruta en la caja roja, y así sucesivamente.
La idea del estudio era comprobar si los chimpancés podían relacionar que el alimento estaba ubicado en las cajas del mismo color, y estudiar su capacidad de deducción. Se entregaba al mono la caja central, con la fotografía, la abría, se comía el plátano y se observaba su siguiente reacción con las cajas adyacentes.
Comenzaron por la fotografía de la flor roja, y obtuvieron resultados concisos: todos los chimpancés probaron suerte inmediatamente después con la caja identificada con el color rojo, buscando más plátanos. Lo mismo ocurrió con las fotografías del sol, el bosque y la noche, pero no así con la del cielo. En este último caso, todos los chimpancés, sin excepción, abrieron la caja roja, en lugar de la azul.
¿Qué pasaba con el color rojo y el azul? ¿Se trataba de algún tipo de daltonismo propio de los chimpancés?
Intrigada, la doctora Rowland comentó sus resultados con el profesor de universidad Thomas Riley, quien en esos momentos llevaba a cabo un estudio con doce ratas de laboratorio sobre percepción e interpretación del entorno. Juntos, decidieron efectuar un experimento similar con éstas.
Dispusieron en un laberinto para ratones diferentes caminos, cada uno identificado con un color: rojo, azul, amarillo, verde y negro, todos con un mismo punto de origen, y allí, dispusieron una de las fotografías antes mencionadas, con un trozo de queso encima.
Curiosamente, usando la fotografía de la flor, las doce ratas, sin excepción también, siguieron el camino rojo, en busca de otra posible pieza de queso, Y lo mismo ocurrió con el resto de colores, excepto, otra vez, con la fotografía del cielo azul, en cuyo caso todas las ratas siguieron la ruta roja, igual que los chimpancés.
Rowland y Riley expusieron sus conclusiones ante sus colegas. Solo se les ocurría una posible explicación: tanto los chimpancés, como las ratas, veían el cielo de color rojo.
Eso coincidía con uno de los dilemas expuestos a mediados del siglo XX por el químico Sir Richard Gloucester, quien, estudiando la composición del aire en las capas altas de la atmósfera mediante sondas, se había topado con que la composición de éste constaba de elementos mayoritariamente de tonos rojizos, y no azulados, como cabría pensar. Sir Richard había justificado entonces el azul del cielo como una posible reacción de la mezcla de dichos elementos, pese a que éstos, por separado, fueran rojos. Los estudios más recientes no habían concluido otra cosa.
Sin embargo, tras los experimentos de Rowland y Riley, la idea daba un giro de ciento ochenta grados: el cielo no era azul, era rojo -como así lo percibían otros seres vivos y evidenciaba su composición-, pero el ser humano no lo percibía como tal.
A raíz de dicho resultado, un avivado debate se había generado entre los expertos en diferentes materias. ¿Por qué el ser humano no veía el cielo rojo? De entre todas las teorías, la que más fuerza cobraba, justificaba ese cambio de percepción como un método de protección de las pupilas humanas. Un color rojo intenso en el cielo siendo capturado por las mismas, más de ocho horas al día, podía no ser muy beneficioso y quizás, la siempre sabia naturaleza, había ideado un método de protección que nadie conocía.
Fuera como fuese, el ser humano había descubierto con sorpresa que debía comenzar a plantearse la forma en la que percibía hasta el más pequeño detalle de su entorno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario